Cristina enamorada

UNA LECCIÓN que se desprende del casoUrdangarin -y es una lección ejemplar en la que siempre pienso y no escribo, porque al final va a ser verdad que estamos más seguros y cómodos en la denuncia que en el elogio, lo cual es una fatalidad- es la de la Infanta Cristina, o más bien su amor. La Casa Real rechazaba ayer presiones de divorcio: hace bien. De qué otro modo iba a ser si vieron cómo su hija se casaba prometiendo amor en la salud y en la enfermedad, y además delante de un buen Dios. Cualquier otra reacción hubiera sido capuleta. Yo no sé hasta dónde tiene el pie la Infanta en el escándalo ni si su relación prosigue por extraña conveniencia, pero no lo parece. Es una lealtad que deriva del amor: su vertiente más caudalosa y menos trágica. Que la Infanta siga contra viento y marea junto a su marido es lo más honesto que se puede sacar del chanchulleo; la única historia que merece reseñarse sin vergüenza ajena. De la caída de Mario Conde hay muchos símbolos, pero yo recuerdo el de Lourdes Arroyo dejando el segundo plano para plantarse delante de su marido y defenderlo de la muchedumbre. A mí lo que más me gusta de la familia es el momento en que uno de los dos, ante la amenaza, se planta delante de casa con un revólver. Mi foto favorita de los últimos tiempos es la de Hemingway echado en un barco con su hijo metido entre las piernas, una botella en una mano y una ametralladora en la otra; están en alta mar, pero la ametralladora no hay que soltarla nunca. La Monarquía no tiene sentido en España, no por sus privilegios, sino por sus debilidades: se enamoran y protegen la manada con celo. La Infanta Cristina debería salir a decir que la imagen de una institución que se remonta en los siglos no es nada para ella comparada con su marido y sus hijos. No sólo sería un gran escándalo. Además tendría razón.